Por Michel Montignac
Por Michel Montignac
Estamos en septiembre de 1997, en el Salón del Libro de la Ciudad de Quebec en Canadá en donde, en el stand de mi editor, estoy firmando dedicatorias de mis obras. Un quebequense de unos cuarenta años avanza hacia mí para preguntarme algo. Lleva de la mano a una chiquilla adorable de seis años, una verdadera muñeca, menudita. Su cabello negro muy brillante con un corte cuadrado y un amplio flequillo enmarcan su carita de ángel un poco triste. El encanto de sus ojos almendrados no deja duda alguna de su origen asiático.
– Es una niña china –me dice su padre adoptivo–. Hace seis meses que está con nosotros y nos da muchos problemas para comer. ¡No le gusta nada de lo que le damos!
– ¿Y qué le dan ustedes de comer?
– Comida normal, lo mismo que comemos nosotros. En realidad, ¡sólo quiere comer arroz!
Me vino súbitamente a la mente un recuerdo de mi infancia y le contesté esto:
– Imagínese que usted va y se compra unos peces exóticos. El vendedor le va a hacer dos recomendaciones: la primera, que mantenga el agua del acuario a 230 C; y la segunda que les dé una comida muy particular, la única que les conviene. Y para advertirle mejor sobre lo que puede pasar, puede añadir que si les da la comida habitual que toman los peces rojos ordinarios, sus pececillos exóticos se van a morir muy seguramente. Le ruego entonces que me perdone esta comparación un poco burda, pero el problema de su hija adoptiva es del mismo género, porque la única comida que le conviene a una niñita china es la que tenía antes de que usted la adoptara, es decir la comida de sus padres, la de sus antepasados y, sobre todo, la de su raza.
Lo que sucede es que el modo alimenticio de los chinos es idéntico desde hace miles de años y está perfectamente adecuado a las condiciones climáticas, a los recursos naturales, a la cultura y a las tradiciones de su país. A lo largo de los años, esos organismos humanos se han adaptado a las condiciones de su entorno que hoy en día son globalmente las mismas y han desarrollado un sistema enzimático para sacar el mejor partido del tipo de alimento que es y siempre ha sido el suyo. Es así como, desde su nacimiento, cada niño chino dispone de un atavismo metabólico particular a través de la herencia genética de sus padres el cual lo pone en perfecta adecuación con los hábitos alimenticios de su grupo humano.
Todo modo alimenticio distinto al suyo implica entonces cierta incompatibilidad con su sistema metabólico y constituye un riesgo potencial de desestabilización que puede incluso llegar a constituir una amenaza para su salud.
En el curso de los últimos milenios, bajo influencias específicas del medio ambiento, la evolución del modo alimenticio de los grupos humanos se ha dado de manera desigual de una región a otra y con más veras de un continente a otro. Así sucedió con los pueblos asiáticos, con los africanos, con las poblaciones indígenas de América del Norte y las de América del Sur, con los aborígenes de Australia y con los esquimales. Todos estos grupos humanos para los cuales se establecieron incluso distinciones de carácter racial para subrayar mejor sus diferencias, vivieron prácticamente aislados durante siglos, incluso durante milenios, en condiciones medioambientales totalmente particulares.
Ya sea que se hayan mantenido en estadios de desarrollo algo primitivos (África, Norteamérica, Australia, Groenlandia…), ya sea que hayan desarrollado formas de civilización más o menos evolucionadas según el caso (China, civilizaciones precolombinas…), éstas fueron muy diferentes de las que se desarrollaron en las mismas épocas en la región mediterránea. En todos los casos, el modo alimenticio que se desarrolló fue muy particular. Pero todos, sin excepción, tenían un punto en común: eran muy poco glicemiantes, es decir que sólo provocaban una respuesta glicémica muy débil (muy baja en glucosa sanguínea).
Cuando un europeo emigra a los Estados Unidos y adopta allí el modo alimentario perverso que conocemos, el riesgo que tiene de desarrollar “patologías metabólicas” características de ese país tales como la obesidad, la diabetes y aun afecciones cardiovasculares es bastante probable, pues las mismas causas producen siempre los mismos efectos. Pero se necesitarán seguramente varios años, incluso décadas, para que esto suceda. ¿Por qué?
Simplemente porque entre el modo alimenticio promedio europeo y el de los Estados Unidos hay solamente una diferencia de grado. El modo americano no es sino una variante degenerada del modo europeo porque es sencillamente mucho más hiperglicemiante. Y como el organismo europeo ha sido preparado progresivamente desde hace ya dos siglos a cierta desviación metabólica, está mejor preparado que el de un asiático para enfrentar requerimientos pancreáticos excesivos.
Por el contrario, entre el modo alimentario ancestral de un chino, de un japonés, de un amerindio o el de un esquimal y el modo alimentario hiperglicemiante de los Estados Unidos, hay una diferencia de naturaleza. Al llegar a Estados Unidos y exponerse a una alimentación “made in USA”, o bien su metabolismo colapsa (como el de nuestra chinita de Quebec) rechazando naturalmente esa alimentación desconocida, o bien –y es desgraciadamente el caso más frecuente– su metabolismo sufre una implosión al cabo de cierto tiempo de práctica de un modo alimenticio totalmente inapropiado a su organismo.
A partir de esta toma de conciencia podemos explicarnos muchas cosas, especialmente por qué los negros estadounidenses sufren de obesidad y de diabetes dos o tres veces más a menudo que los blancos. Pero recordemos que, por otra parte, ya en el siglo XIX las niñeras de Scarlet O’Hara eran obesas después de solo dos generaciones de presencia de los africanos en América. De la misma manera, todos los casos de obesidades muy fuertes (200, 300 kilos y más) que se observan en Estados Unidos se presentan en individuos provenientes de grupos étnicos no europeos: amerindios, esquimales, haitianos… a quienes se hizo franquear, de la noche a la mañana varios miles de años y cuyo metabolismo ha hecho implosión literalmente.
Cuando se le daba medio vaso de alcohol a un indio en el momento de la conquista de América, el riesgo de que cayera en un estado de coma etílico profundo era muy grande, mientras que después de haberse tomado un buen litro de vodka, el ruso medio es todavía más o menos capaz de moverse y de pensar casi normalmente.
El sentido común le dará a estos casos una explicación muy cercana a la explicación científica: dirá que el ruso aguanta más porque está acostumbrado a beber. ¡Es perfectamente cierto! Y si el indígena americano no solamente se caía de la borrachera sino que estaba “de muerte” después de haber bebido algunos centilitros de alcohol, era porque no estaba acostumbrado a la bebida, y sobre todo porque su organismo no disponía en absoluto del sistema enzimático que se necesita para degradar el alcohol. Este alcohol, al absorberse, se convertía entonces para él en un verdadero veneno.
En cambio los rusos, quienes tienen una tradición milenaria de consumo de alcohol, han desarrollado un metabolismo correlacionado que se expresa en una capacidad de degradación enzimática muy por encima del promedio de la europea cuyo “atavismo metabólico alcohólico” sin embargo tiene de 6000 a 8000 años. Cuando uno se pregunta por qué las mujeres de origen europeo tienen una capacidad de degradar el alcohol dos veces menor que la de los hombres, se puede explicar “científicamente” que es porque tienen a su disposición dos veces menos enzimas que ellos. Y si uno se pregunta además el porqué, podrá ir proponiendo la hipótesis según la cual esto se debe a que las mujeres beben desde hace mucho menos tiempo que los hombres.
En las civilizaciones antiguas, entre los romanos particularmente, estaba prohibido que las mujeres bebieran. Y, más cerca a nosotros, en Francia, a las mujeres no se les comenzó a “dar permiso” de beber hasta el siglo XVII en la Corte de Versalles, y eso que sólo se consideraba decoroso que tomaran champaña. El déficit enzimático para degradar el alcohol de las mujeres de hoy día se debe únicamente a una de las características de su atavismo metabólico, resultado a su vez de un modo de consumo particular del género femenino en el curso de los siglos pasados. Y si un amerindio u otro aborigen es incapaz de beber un dedo de alcohol sin correr el riesgo de caerse debajo de la mesa, tenemos de nuevo que se debe a que ese “alimento” es incompatible con su metabolismo. ¿Y por qué debiera poder soportar impunemente una alimentación hiperglicemiante mientras que su metabolismo y especialmente el de sus ancestros no ha conocido este tipo de demanda extrema desde tiempos remotos? ¿Y por qué extrañarse que al pasar por situaciones de este tipo desarrolle patologías graves?
Los responsables de salud pública de nuestras sociedades industriales, así como los nutricionistas más importantes actuarían más inspiradamente si trataran de explotar mejor las informaciones que tienen a su disposición en vez de esperar piadosamente a que aparezca un “medicamento salvador” que el dios de la farmacia va a descubrir algún día, necesariamente. ¿Cómo no reaccionar y no formular por fin las preguntas adecuadas siendo que tenemos a nuestra disposición todas las informaciones para hacerlo?
En 1962, un investigador, J.V. Neel desarrolló una teoría interesante, la del “genotipo económico”. Según esta tesis, los pueblos “primitivos”, debido a las múltiples hambrunas por las que tuvieron que pasar, adquirieron una hipersensibilidad genética a todas las formas de abundancias alimenticias. Según su autor, el “genotipo económico” habría permitido antaño a quienes lo desarrollaron acumular rápidamente grasa cuando la alimentación se conseguía normalmente y resistir así mejor en los períodos de hambrunas posteriores. Las poblaciones “primitivas” actuales podrían ser entonces descendientes de los sobrevivientes de estos grupos y sus individuos estarían equipados naturalmente del famoso “genotipo económico” que habría salvado a sus antepasados y que hoy en día los estaría condenando cuando comen normalmente.
Para verificar esta teoría, se llevó a cabo un estudio en 1971 entre los indígenas de Estados Unidos. Se estudió el contenido calórico de la alimentación tradicional de los pueblos indígenas en relación con el de la alimentación del estadounidense medio, dado que para la ciencia oficial la hipótesis consistía en demostrar que el “genotipo económico” sólo se manifestaba cuando se daba el tránsito de una alimentación pobre (en calorías) a una alimentación rica en ellas. ¡Oh sorpresa! El contenido calórico de los dos regímenes era más o menos equivalente.
A mediados de los años 80, un equipo de técnicos agrícolas cuyos miembros eran jóvenes indígenas Pima de Arizona oyeron hablar de los estudios realizados sobre los índices glicémicos. Se enteraron especialmente de varios experimentos interesantes que se habían llevado a cabo en Australia –y que habían sido reportados en una publicación científica– según los cuales se había logrado reversar la tasa de diabetes y de obesidad entre los aborígenes reduciendo la incidencia glicémica de las comidas por medio del retorno a una alimentación tradicional de índice glicémico bajo.
Estos indígenas comprendieron muy pronto que lo que diferenciaba la alimentación moderna estadounidense de la alimentación tradicional indígena era esencialmente su contenido nutricional, particularmente la tasa de fibras solubles, esas que les sirven a las plantas del desierto (como el maíz ancestral) para retener el agua, y hasta el rocío mañanero, después de la corta estación de lluvias.
Ahora bien, la presencia de estas fibras solubles es la que contribuye a hacer bajar los índices glicémicos de manera importante. Los Pimas tomaron entonces conciencia del estrecho lazo que podía haber entre el aumento espectacular de los diabéticos y de los obesos (del 50% al 80% se veían afectados) desde el momento en que los indígenas adoptaron la alimentación de los “carapálidas” rica en azúcar y cereales refinados con índices glicémicos altos y casi totalmente desprovistos de fibras. Nada mejor, en efecto, para hacer enloquecer el mecanismo de secreción de la insulina, hipersensible entre los indígenas, dado que jamás se había puesto en acción anteriormente debido a sus hábitos alimenticios centenarios poco o nada glicemiantes.
Así fue como un primer experimento se llevó a cabo con éxito en 1991 en el hospital indígena de Phoenix: 22 indígenas voluntarios en buen estado de salud siguieron sucesivamente dos regímenes con el mismo contenido calórico. Primero el de los Pimas tal como era en los años 1870, y luego el de Circle K (es el nombre de la cadena de almacenes de alimentación norteamericana más popular en Arizona): un régimen con pocas fibras, harinas refinadas, mucha azúcar y grasas saturadas. El resultado fue muy instructivo. El doctor Swinburn quien dirigía el estudio verificó de esta manera que sí era la alimentación hiperglicemiante al estilo estadounidense el factor determinante de la obesidad y la diabetes entre los indígenas Pima (debido a su atavismo metabólico) y que un regreso a la alimentación de sus antepasados (con el mismo contenido calórico) era el mejor medio de poner en marcha la reversibilidad de estas dos patologías.
Algunos especialistas que se dignarán leer estas líneas podrán pensar que estamos felices de defender aquí la tesis que siempre hemos sostenido y de sentirnos vencedores. Y dirán en cambio que lo que estamos diciendo “se sabe desde hace tiempos”. Tal vez, pero entonces ¿por qué no haberlo hecho público? y ¿por qué no han actuado en consecuencia?
Cuando en Estados Unidos por fin se tomó conciencia hace algunos años de que el hábito de fumar de sus ciudadanos era muy nocivo para su salud y estaba en el origen de la mayoría de los cánceres, se tomaron medidas de información y de educación por parte de las autoridades sanitarias del país, y la baja en el consumo de tabaco en Estados Unidos es hoy espectacular.
Cuando en Estados Unidos se tomó conciencia hace veinticinco años de que su población había alcanzado una tasa de enfermedades cardiovasculares suicida, las autoridades sanitarias tomaron el toro por los cuernos y difundieron abundantemente mensajes publicitarios de prevención, maniqueos e incompletos, es cierto, pero suficientes, en todo caso, para llegar hoy a resultados bastante positivos. Si bien queda mucho por hacer, se ha detenido la progresión del mal, por lo menos.
En materia de obesidad y de diabetes, las dos plagas que afectan a los Estados Unidos, no se ha propuesto ninguna forma de prevención coherente y eficaz. Y es lógico que esto sea así puesto que no se ha reconocido como verdadero culpable al factor determinante de estas enfermedades, que es el modo alimenticio hiperglicemiante,
Cuando vemos la presión fenomenal de los lobbies de la industria agroalimentaria estadounidense sobre la muy respetable FDA (Food and Drug Administration) la cual en 1986 perdió literalmente “las luces” y aseguró que el azúcar no era nocivo para la salud, vemos entonces que una eventual autocrítica no va a estar lista pasado mañana, y todavía menos van a tener la intención de emprender campañas de prevención para disuadir a los estadounidenses, y al mundo entero junto con ellos, de comer en los Mac Donalds y de tomar cocacola.
El verdadero problema hoy en día (en el plano alimentario), el que debe preocupar y sobre todo poner en guardia a todos los pueblos sin excepción, es el de la globalización.
En vísperas de la Revolución Francesa, y después de muchos siglos, los diversos modos alimentarios europeos eran la resultante de una inmensa mezcla de culturas diferentes. Y si se habían enriquecido durante todo este período en términos de diversificación, no se habían debilitado sin embargo en el plano de la calidad nutritiva. El modo alimentario seguía siendo poco glicemiante. Desgraciadamente, es muy distinto de lo que sucede en nuestra época pues hay que admitir que la mundialización en materia nutricional se traduce, sobre todo hoy en día, por la colonización planetaria en materia de nutrición de un modelo hiperglicemiante con las consecuencias que conocemos.
La OMS (Organización Mundial de la Salud) tiene entonces toda la razón al hablar de epidemia puesto que se trata en efecto de una verdadera contaminación a escala planetaria.
La única solución para escapar a esta plaga es entonces prevenirla, invirtiendo las tendencias y el medio más eficaz para lograrlo es comenzar a cambiar nuestros propios hábitos alimenticios, para lograr que estén en perfecta armonía con nuestro atavismo metabólico.