La grave desviación nutricional contemporánea

Por Michel Montignac

De las varias enseñanzas que podemos obtener de la historia de la alimentación del ser humano, la primera es que, si bien el hombre es omnívoro, durante más del 98% de su tiempo de presencia sobre la tierra (entre tres y siete millones de años) ha tenido una alimentación esencialmente cárnica (proteínas + lípidos) con aportes de glúcidos con índices glicémicos muy bajos, es decir poco hiperglicemiantes.

Hace diez milenios aproximadamente, junto con la aparición de la agricultura y sometida a las condiciones geológicas y climáticas, la alimentación de las diversas poblaciones humanas se fue transformando progresivamente. Más tarde, en función de la evolución de los distintos modos de vida y de los movimientos migratorios, y bajo la influencia de las primeras civilizaciones de la Antigüedad, volvió a transformarse. Numerosos alimentos nuevos aparecieron entonces (cereales, leguminosas, quesos, aves, aceite de oliva…) y se inventaron nuevas tecnologías de transformación tales como la cocción del pan en el hormo, las fermentaciones y la salazón.

Esos 10 000 años –ciertamente muy cortos a la escala de la historia de la humanidad, pero muy largos en relación con una vida humana– dejaron que el metabolismo humano pudiera adaptarse progresivamente al cambio alimenticio permitiéndole especialmente la aparición del sistema enzimático apropiado para asimilar todos los nuevos alimentos. Sin embargo, sería abusivo considerar esta modificación del paisaje alimenticio de la humanidad como el advenimiento de un modo nutricional radicalmente diferente ya que se trató, de hecho, sólo de una evolución de la alimentación primitiva y no de una verdadera mutación. Hay que entender por esto que todos los nuevos alimentos eran perfectamente compatibles con el metabolismo de los hombres prehistóricos. Y era sobre todo el caso de todos los “nuevos” glúcidos tales como los cereales, las leguminosas y las hortalizas cuyos índices glicémicos eran particularmente bajos o como las raíces y las bayas de los hombres primitivos que contenían una cantidad importante de fibras.

Fue así como, durante los dieciocho siglos que van desde Jesucristo hasta la Revolución francesa puede considerarse que aparte de algunas plantas exóticas importadas del Nuevo Mundo cuya presencia en la mesa se podía considerar “confidencial” ningún alimento verdaderamente nuevo vino a conmocionar el paisaje nutricional. Aun si se presentaban diferencias de un grupo social a otro, el conjunto de la población europea consumía una alimentación cuya naturaleza (en términos de calidad nutricional) no había variado prácticamente desde hacía millones de años. Eso sí, los ricos, minoritarios, consumían una proporción más importante de productos cárnicos, pero su organismo era totalmente capaz de soportar este “desequilibrio” alimenticio dado que tras varios millones de años de un régimen mayoritariamente proteínico y lipídico, sus ancestros primitivos les habían legado un patrimonio genético metabólico perfectamente adecuado.

¿Por qué eran los ricos de antaño más gordos que los pobres ?

Hay quienes podrían hacer notar que efectivamente los ricos, en todas las civilizaciones anteriores a la nuestra, eran generalmente más gordos que los pobres. Se creyó durante mucho tiempo que esta gordura se debía a que los privilegiados comían más, y hasta demasiado, sobreentendiendo que comían demasiadas grasas. Era tal vez cierto en algunos casos, pero esto indiscutiblemente no se aplicaba a la mayoría. Tal como lo explicó Marcel Dassault, industrial francés riquísimo, a un comunista que lo interpeló sobre este punto : « No es por ser millonario que uno come más de tres veces al día ».
¿Entonces a qué se debía que los privilegiados, en los siglos precedentes tuvieran a menudo sobrepeso? Se debía sencillamente a que, contrariamente a los hombres primitivos con los cuales compartían el mismo equilibrio alimenticio, la porción de glúcidos de sus comidas tenía una naturaleza diferente.
El pan que comían se refinaba tamizando las harinas y ya consumían azúcar, un producto extremamente caro en esa época debido a su escasez. La miel, producto igualmente escaso dado que se recogía en estado bruto de la naturaleza, también les estaba destinada.
La gente pudiente de antaño, y principalmente los burgueses de la revolución pos-industrial , quienes se enorgullecían de su gordura, no eran gordos porque comieran demasiado, sino sencillamente porque comían de manera diferente : ya desde aquella época, la ración de glúcidos que contenían sus comidas les producía una reacción hiperglicémica.
Fue por esto que Luis XVI, quien era gordo desde pequeño, se volvió rápidamente obeso: hay que reconocer que adoraba los bizcochos. Napoleón I, al contrario, gozaba desde su nacimiento de un páncreas más resistente, y por eso se mantuvo delgado durante mucho tiempo aunque tuviera, lo mismo que su predecesor, una fuerte inclinación por bizcochos y galguerías. Su régimen, excesivamente glicémico, terminó pudiéndole a su delgadez bonapartista así que a los cuarenta años ya estaba bastante rechoncho.
En cuanto al resto de la población, el pueblo –que como sabemos constituía la gran mayoría– tenía un modo alimenticio más bien ovo-lácteo-vegetariano. Esto quiere decir que a falta de comer carne diariamente, tal como lo hacían los privilegiados, obtenían sus proteínas de las leguminosas (lentejas, arveja seca, frijoles…) pero también de los huevos y sobre todo del queso.
El conjunto de verduras y cereales que consumían incorporaba entonces una porción de glúcidos significativa en cada comida. Pero es importante mencionar que todos estos alimentos se consumían en bruto (no refinados) lo cual representaba un aporte en fibras particularmente importante. La resultante glicémica de sus comidas era entonces necesariamente baja, puesto que todos estos alimentos tenían índices glicémicos bajos, o incluso muy bajos. Es por esto que la gordura, y con mayor razón la obesidad, prácticamente no existía en esta amplia categoría social.
En el curso de la Edad Media, y aun más allá del siglo XVII, se produjo en Europa una enorme mezcla de culturas que se debió principalmente a invasiones. Aun si existían diferencias notables de un país a otro, o incluso de una región a otra, la base de la alimentación era finalmente la resultante de las prácticas alimenticias provenientes de las civilizaciones anteriores que las especies botánicas nuevas traídas por la colonización del Nuevo Mundo venían a completar, de manera muy marginal. Los ricos (nobles, alto clero y burgueses) seguían manteniendo una alimentación predominantemente cárnica: animales de cría, cerdo, res, aves, productos de la caza así como pescado y quesos, y el pan que consumían en pequeñas cantidades estaba hecho con harinas tamizadas. Y el resto de la población, que vivía en medio rural, seguía teniendo una alimentación más bien ovo-lácteo-vegetariana.
Es cierto que las poblaciones europeas de los últimos siglos conocieron, ocasionalmente, guerras devastadoras o malas cosechas, situaciones de penuria alimenticia e incluso verdaderas hambrunas. Pero esto fue excepcional. La mayor parte del tiempo, el pueblo, que ocupaba en su mayoría las zonas rurales, alcanzaba a tener cómo comer normalmente. Por esto es ingenuo creer todavía hoy en día que la gente del pueblo era delgada porque pasaba hambre. Sería tan poco razonable en todo caso como creer que los ricos eran más gordos porque comían demasiado. Si el pueblo era delgado, se debía a que su alimentación subía poco la glicemia.

¡Los países del tercer mundo también tienen sus obesos!

Este análisis histórico de la corpulencia de las poblaciones en función de los grupos sociales a los que pertenecen corresponde prácticamente a lo que sucede en los países del tercer mundo, por lo menos en las regiones en donde subsisten estructuras arcaicas. En la India, por ejemplo, se encuentra en algunas regiones un modelo idéntico, comparando lo que es comparable, es decir excluyendo el fenómeno moderno de urbanización y concentrándose en la mayoría de las poblaciones que viven “como antaño” dentro de estructuras rurales. Tal como en la Europa de los siglos pasados, se puede notar que los ricos en esas regiones son muchos más gordos que la gente del pueblo que es mayoritariamente delgada. Pero se puede sobre todo constatar que lo que los diferencia no es, tampoco esta vez, la cantidad de alimento ingerido sino su naturaleza.

En estos casos se puede verificar de nuevo que los aportes energéticos no son significativamente diferentes de un grupo a otro. En cambio, lo que es particularmente evidente es que los aportes en glúcidos de los ricos son mucho más hiperglicémicos (harinas blancas, azúcares) que los del pueblo el cual consume alimentos mucho más ricos en fibras, tales como leguminosas y hortalizas variadas.

Entonces, ¿por qué los pobres de hoy en día son más gordos de los ricos?

¿Cómo explicar en efecto que en los países industrializados –y esto es particularmente cierto en los Estados Unidos hoy en día– mientras más pobre es la gente, más gorda tiende a ser? Esta constatación es tanto más paradójica cuanto la mayoría de las veces –y es notorio en el caso de Rusia– mientras más pobre se es, más se tiene ocasión (la obligación incluso) de esforzarse físicamente. ¡Y no por eso son menos gordos…!
La respuesta a esta pregunta es de nuevo muy sencilla: los pobres en nuestros días son más gordos que los ricos porque comen de manera muy diferente. Evidentemente, no pueden comer en mayores cantidades puesto que son pobres. Si comen diferentemente, lo hacen en términos de calidad nutricional. Sus aportes en glúcidos, aparte de que éstos constituyen una porción importante de su alimentación, se escogen en efecto entre los alimentos más baratos del mercado: pan blanco, patatas, arroz, azúcar… Ahora bien, sabemos también que son los alimentos que más elevan la glicemia, es decir los que representan el mayor riesgo de provocar hiperinsulinismo. Además, las grasas saturadas o grasas “trans” que consumen generalmente (a menudo son las más baratas) son también las que se almacenan más fácilmente y producen sobrepeso.
En Estados Unidos, mientras más se baja en la jerarquía social, más a menudo se va a « Mac Donald » (porque no es caro) y más se bebe coca- cola con dulce o su equivalente, Y así es como se vuelven obesos debido al hiperinsulinismo. Inversamente, mientras más se asciende en la jerarquía social de ese país, menos fast-food se come, más se compra en los pequeños almacenes de lujo o en tiendas dietéticas (health stores). Y a mayores niveles de educación e información tienen , más se inspiran los estadounidenses de los modelos alimenticios tradicionales de Francia o de Japón y sobre todo del modelo mediterráneo. Consecuencia: se es delgado, o por lo menos se evita un sobrepeso excesivo. Por consiguiente, mientras más rico se es en Estados Unidos menos riesgo se tiene de engordar, y forzosamente ¡se corre menos riesgo de volverse obeso!

¿Pero por qué entonces los ricos japoneses se vuelven obesos?

En Japón, en donde la obesidad está haciendo estragos, sucede exactamente lo contrario de lo que pasa en Estados Unidos: mientras más se desciende en la jerarquía social, más centrados están los individuos en su cultura y sus valores tradicionales autóctonos y comen todavía según sus hábitos alimenticios ancestrales: mucho pescado (crudo), arroz con índice glicérico medio, algas y numerosos vegetales muy ricos en fibra, lo cual representa, globalmente, una alimentación que eleva poco la glicemia y que contiene, además, aportes importantes en ácidos grasos poli-insaturados (omega 3) que contribuyen incluso a mantener la línea.
Inversamente, mientras más se sube en la jerarquía social japonesa, más abierta está la población al mundo, pero sobre todo a la cultura estadounidense la cual constituye su modelo de referencia. Comer japonés como sus ancestros es algo cada vez más pasado de moda para los japoneses ricos. Comer a la occidental, y particularmente a la “americana” es por el contrario un lujo que comprueba que se está “en onda”.
Y así es como, sin saber por qué, el japonés rico –y sobre todo sus hijos– se engorda yendo a comer a los Mac Donalds, mientras que el americano rico va a adelgazar sin enterarse comiendo susshis y sashimis en los restaurantes elegantes japoneses de los barrios altos.
Podemos ver entonces que el denominador común a todas las gorduras, a todas las obesidades, en el pasado así como en el presente, en los países poco desarrollados y en los países ricos, siempre es el mismo: es una alimentación hiperglicemiante consecuencia de un consumo excesivo de glúcidos con índices glicémicos elevados asociada con el consumo de malas grasas (saturadas).
Inversamente, y por el mismo motivo, el denominador común para prevenir el sobrepeso, en cualquier país que sea y en cualquier época, siempre ha sido un modo alimenticio poco glicemiante cuyos glúcidos tengan mayoritariamente un índice glicémico bajo.
Pero si la historia nos enseña que la proporción de personas delgadas ha dominado ampliamente durante millones de años sobre una escasa minoría de gordos, ¿cómo explicar la explosión a la vez súbita y reciente de la obesidad en el mundo actual?

La aparición insidiosa de malos glúcidos

Para comprender lo que sucede en nuestra época es importante, como siempre, tomar distancia. Y esto consiste en examinar a los culpables, en este caso los glúcidos con índices glicémicos elevados, y en preguntarse de dónde vienen y cómo fue que pudieron contaminar insidiosamente todos los modos alimenticios del planeta.
Podemos situar la aparición de los principales “glúcidos malos” en las postrimerías del siglo XVIII y a principios del siglo XIX. Pero curiosamente, dos de ellos son “hijos naturales” de la Revolución Francesa.


Las harinas refinadas

El tamizar las harinas es algo que siempre se ha hecho. Antes se hacía a mano con cedazos muy burdos y la mayoría de las veces el procedimiento únicamente le quitaba el salvado al trigo. Pero, si se tiene en cuenta el precio de costo de la operación y la reducción de una parte substancial de la cantidad de harina en bruto, el consumo de harinas refinadas quedaba reducido, tal como lo hemos visto, a los privilegiados. La harina tamizada era un lujo y era muy evidente que el pueblo no gozaba de los medios para comer pan blanco y tenía que contentarse con un pan de harina burda no tamizada. Se le llamaba pan negro porque incluía también una cierta cantidad de centeno.
Habiendo tenido la Revolución Francesa como objetivo la abolición de los privilegios de los ricos, el pueblo convirtió el pan blanco (el pan de los privilegiados) en una de sus reivindicaciones simbólicas aun si era consciente de que se trataba de un voto piadoso, puesto que la insuficiencia de la producción de trigo, por una parte, así como la pérdida de tiempo que tomaría la tamización, por otra, limitaban seriamente la realización inmediata de este sueño colectivo. Con todo, se mantuvo como una de sus aspiraciones más fuertes.
Así es que tocó esperar hasta 1870, casi un siglo más tarde, a que se descubriera el molino cilíndrico para que se redujera de manera sustancial el costo de la refinación de la harina y se comenzara a ofrecerle a la mayoría su plan blanco cotidiano. Fue entonces a partir de esa época (hace un poco más de un siglo en relación con nosotros) que se comenzó, muy progresivamente, a modificar sin saberlo, la naturaleza (es decir el potencial metabólico) de un producto que ocupaba un lugar bastante importante en la alimentación. La consecuencia de esto fue un ligero aumento de la resultante glicémica de las comidas lo cual implica, tal como sabemos, una estimulación un poco más fuerte de los páncreas en su función insulínica.


Las patatas ( o papas)

¡Es sorprendente constatar cuántas personas, incluida gente instruida y razonable, pueden tener tantos prejuicios, ilusiones y falta de conocimiento a propósito de alimentos que consumen cotidianamente! Este es el caso de la patata, pues mucha gente cree todavía que este tubérculo pertenece al patrimonio alimenticio ancestral de la vieja Europa, tan anclado está en sus propios hábitos de consumo. Deberían saber, por el contrario, que la patata sólo comenzó a aparecer en los platos de nuestros tatarabuelos hasta comienzos del siglo XIX, después de que el agrónomo francés Parmentier la hubo propuesto como sustituto provisorio del trigo durante los períodos de hambruna que precedieron la Revolución.
Desde su descubrimiento en el Perú, a mediados del siglo XVI, la patata sólo había servido para engordar marranos. Se le llamaba incluso “tubérculo para cerdos” y era objeto de una gran desconfianza, a tal punto que la Iglesia misma había prohibido oficialmente su consumo. Efectivamente, se la sospechaba de transmitir la peste.
La patata hubiera podido ser un alimento interesante con la condición de consumirla cruda. Pero la naturaleza particular de sus almidones hace que sea indigesta para el organismo humano el cual, contrariamente al del cerdo, no dispone del sistema enzimático adecuado para degradarla y asimilar su contenido nutricional. Es por esto que el único medio de volver la papa digestible sea la cocción, pero dada la gran fragilidad de sus moléculas de almidón, al cocinarla se produce una desestructuración tal que su índice glicémico se eleva de forma excesiva.
Pero durante el siglo XIX y aún a comienzos del siglo XX, la patata se consumía casi exclusivamente cocida en su pellejo bajo ceniza o en agua, es decir, a temperatura relativamente baja. Hoy en día se sabe que es el único tipo de cocción que limita su efecto glicemiante (65 aproximadamente) pues en puré, al horno y sobre todo frita, el índice glicémico de la patata es considerablemente alto (90 a 95).
Además, durante más de un siglo, cuando la papa hacía parte de una comida –y este era el caso cotidianamente en casa de la mayoría de la gente modesta– se la acompañaba siempre de hortalizas (repollo, puerro, acelga… en Francia) o de leguminosas (lentejas en España) cuyo contenido en fibras era particularmente importante. La resultante glicémica de la comida se mantenía entonces baja globalmente (cerca de 50) y la respuesta insulínica correspondiente, aun si era superior a lo que había sido en promedio antes de la aparición de la papa, no era seguramente todavía tan alta como para generar hiperinsulinismo.


El azúcar

Basta con que se anuncie un acontecimiento nacional o internacional (como la huelga de los camioneros en Francia o la guerra del Golfo) que induzca en el gran público la idea de riesgo de escasez en el abastecimiento alimentario para que las amas de casa se lancen a los almacenes a aprovisionarse de lo que llaman “productos de primera necesidad”. Y entre ellos, a menudo encabezando la lista, figura el azúcar blanco (sacarosa) lo cual es el colmo por dos razones.
La primera, porque el azúcar no es un alimento completo, puesto que no aporta nada al organismo distinto de “calorías vacías” tal como lo admiten (y lo denuncian) los nutricionistas. La segunda razón, proveniente de la primera, es que el ser humano no tiene ninguna necesidad de consumir azúcar. Incluso se podría decir lo contrario puesto que sería muestra de gran juicio no consumirla.
Efectivamente, el azúcar es un alimento que no sirve para nada e indudablemente es por esto que la humanidad pudo pasarse sin ella durante el 99.99% de los millones de años de su existencia sobre la tierra. (La miel, ya lo dijimos, estaba reservada sólo a algunos privilegiados y tenía un consumo extremamente marginal.)
Desde el descubrimiento de la caña de azúcar por Alejandro el Grande en 325 antes de Cristo hasta el siglo XVI, el azúcar fue casi desconocido en el mundo occidental. Se le consumía algunas veces, pero muy excepcionalmente, como un condimento cuya escasez encarecía mucho el producto, de modo que era accesible sólo a los más prósperos. Entre otras curiosidades, se lo conseguía únicamente en las boticas (antiguas farmacias). El descubrimiento del Nuevo Mundo permitió un desarrollo relativo de los cultivos de caña de azúcar, en las Antillas especialmente, pero su transporte y el costo de refinamiento hicieron que se conservara como producto de lujo reservado a los privilegiados. En vísperas de la Revolución Francesa, en 1780, el consumo de azúcar era muy inferior a 1Kg. anual por habitante. Fue el descubrimiento en 1812 del proceso de extracción del azúcar de remolacha lo que fue convirtiendo progresivamente al azúcar en producto de gran consumo, dado que sus costos de producción disminuían constantemente.
Para Francia, las estadísticas de consumo desde esa época son las siguientes (en kilogramos anuales por habitante):
1800 = menos de 1Kg. (cerca de 600 gramos)
1880 = 8 Kg..
1900 = 17 Kg.
1930 = 30 Kg.
1965 = 40 Kg.
1990 = 35 Kg.
2004 = 34 Kg.
Se aterra uno entonces cuando se entera que aun un país como Francia en donde el consumo promedio de azúcar es el más bajo de los países occidentales (Reino Unido: 49 Kg., Alemania: 52 Kg., USA: 56 Kg.(*), las cantidades que se consumen hoy en día son cincuenta veces superiores a las de comienzos del siglo XIX (cien veces más en el caso de Estados Unidos).
Ahora bien, resulta que el azúcar, tal como ya lo hemos indicado, tiene un índice glicémico elevado (70)*. Su consumo provoca entonces una hiperglicemia que tiene como consecuencia una estimulación excesiva del páncreas en su función insulínica.

La bomba de efectos retardados

Debemos entonces tomar conciencia aquí de que a partir de mediados del siglo XIX, por primera vez en la historia de la humanidad,(después de más de siete millones de años de presencia sobre la tierra) los hombres han introducido en el mundo alimenticio ancestral, y los han incorporado a gran escala, alimentos nuevos con efectos metabólicos perversos.
Con el fin de comprender bien el problema, tratemos de hacer una suposición. Si súbitamente, el 1ero de enero de 1820 se hubiera hecho el experimento en un país occidental de darle a consumir azúcar., patatas y harinas blancas, en la proporción en que las consumimos ahora impunemente, a una muestra representativa de la población de la época, durante todo el año (50 a 100 veces más para el azúcar) o bajo las formas hiperglicemiantes en que las consumimos desde entonces (harinas super-refinadas, papas fritas, patatas al gratín…) la hecatombe (en términos patológicos) en la población del ensayo al 31 de de diciembre de 1820 hubiera sido de tal magnitud que la relación de causa a efecto hubiera sido evidente para todo el mundo. Y sin ninguna duda, los poderes públicos de entonces hubieran tomado las medidas necesarias para prohibir la producción y el consumo de estos productos invocando razones evidentes de salud pública. Pero como la introducción de esos productos perversos (hiperglicemiantes) tuvo lugar muy progresivamente en las diferentes capas de la población, los efectos metabólicos inducidos no comenzaron a declararse sino mucho tiempo después.
¿Cómo se podía sospechar en efecto, en 1930, con más de un siglo de retraso, cuando comenzaron a preocuparse por la obesidad muy relativa en Estados Unidos, que se trataba de un proceso lento e insidioso que había comenzado en dosis homeopáticas a comienzos del siglo anterior?
Si la Thérèse Desqueyroux de François Mauriac le hubiera dado un vaso lleno de cianuro a su esposo cuando decidió desembarazarse de él, se habría muerto al instante y así la tesis del envenenamiento se hubiera verificado inmediatamente y la culpable hubiera sido desenmascarada. Pero, dándole veneno durante largos meses en dosis infinitesimales, la criminal convirtió a su marido en un enfermo cuyos síntomas eran totalmente desconocidos para los médicos de la época. El crimen fue entonces perfecto, ya que no se podía establecer ninguna relación de causa a efecto.
Estamos ante el mismo tipo de libreto que sugerimos para explicar la obesidad, pero a otra escala, evidentemente.
Y nos parece particularmente dramático descubrir hoy, justo poco después de haber identificado los síntomas de este mal desconocido que constituye la obesidad, que paradójicamente se han reforzado y desarrollado los factores responsables del hiperinsulinismo.

La trampa del desembarco

En junio de 1944 los estadounidenses desembarcan en las costas de Normandía para liberar a Francia de la ocupación alemana. Cargan en sus maletas toneladas de víveres fabricados y embarcados con varios meses de antelación. Ahora bien, para garantizar la buena conservación de esos víveres se han inventado algunos procesos (tratamientos industriales, envases) para responder a las necesidades que las circunstancias exigen. Se han hiper-refinado las harinas con el fin de lograr una mejor conservación y las patatas se han reducido a hojuelas, lo que nunca antes se había hecho.
Lo que no se sabía es que todas esas operaciones iniciadas por motivos prácticos evidentes tenían también como efecto aumentar considerablemente el índice glicémico de la materia prima alimenticia. Además, pasó como con las patatas de Parmentier que fueron inicialmente un “substituto provisional” y luego se extendieron ampliamente: estos nuevos productos, en lugar de quedar guardados en el depósito de los accesorios de guerra después de la Liberación, no sólo se conservaron sino que se generalizaron. Se convirtieron incluso en precursores de una interminable generación de productos refinados e industrializados que transformaron completamente el paisaje alimenticio de la segunda mitad del siglo XX. Pero lo que nadie sabía ni podía sospechar es que estos productos, así como sus lamentables predecesores, vehicularan una verdadera bomba de efecto retardado.


Tomando distancia, comprendemos ahora, casi dos siglos más tarde, que la especie humana ha introducido progresivamente, y sin ser consciente de ello, un modo alimentario cuya naturaleza induce en nuestro metabolismo efectos perversos que son incompatibles con nuestra constitución humana, es decir con nuestra herencia genética.


Lo repetimos: durante más de siete millones de años el páncreas de los hombres primitivos primero, prehistóricos luego, posteriormente el de los hombres medievales y del Renacimiento y hasta la revolución industrial, funcionó en cámara lenta. No tenían ninguna necesidad esos páncreas de tener la capacidad de fabricar cantidades importantes de insulina puesto que la alimentación hiperglicemiante no existía. El páncreas del que estamos provistos los humanos es el resultado de la congruencia con las necesidades de funcionamiento a lo largo de la historia (durante centenas de miles de años) y forma parte de nuestra herencia metabólica.


Así como nos resulta imposible mantenernos despiertos 24 horas sobre 24 durante más de tres días seguidos puesto que nuestro organismo no tiene la capacidad de soportarlo, es imposible estimular impunemente la función insulínica de nuestro páncreas más allá de sus posibilidades.


El sobrepeso anormal sólo es entonces el síntoma de una anomalía metabólica inducida por un modo alimenticio inapropiado en un organismo que no está todavía genéticamente adaptado.


Comprendemos bien entonces, ahora al término de este artículo, que lo que está en el origen de la obesidad endémica de nuestra época es la consecuencia de una desviación lenta e insidiosa de nuestros hábitos alimenticios occidentales desde comienzos del siglo XX y principalmente durante estos últimos cincuenta años.


Sin embargo, lo que puede confundirnos y hasta hacernos caer en error es que todas las poblaciones humanas no reaccionan de la misma manera ante los efectos perversos del modo alimenticio moderno. Es lo que trataremos de comprender a través de la teoría del Atavismo Metabólico.


(*) En Europa, el azúcar corriente (blanca) es sacarosa extraída de remolacha o de caña de azúcar. La sacarosa es un disacárido cuya molécula está compuesta por un 60% de glucosa (IG=100) y un 40% de fructosa (IG=20). De ahí que su índice glicémico sea 70. En Estados Unidos, el grueso del azúcar que consume la población, y sobre todo el que utiliza la industria alimenticia, se fabrica a partir de maíz. También es un disacárido, pero su molécula está compuesta esencialmente de glucosa y por eso su índice glicémico es aproximadamente 90. De esta manera, tenemos que los estadounidenses no son solamente los mayores consumidores de azúcar del mundo, sino que, además, el azúcar que consumen tiene un índice glicémico superior en un 30% al del azúcar europeo.

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