Por Michel Montignac
Por Michel Montignac
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Hoy en día hay unanimidad entre los historiadores para afirmar que, aunque el ser humano sea omnívoro, ha sido principalmente carnívoro durante varios millones de años.
Desde su origen, y hasta comienzos del neolítico hace aproximadamente 10 000 años, los hombres fueron cazadores recolectores nómadas. Las presas de caza constituían la base de su alimentación (proteínas y lípidos); y también consumían bayas (frutas silvestres) o raíces (glúcidos con alto contenido de fibras e índices glicémicos muy bajos). La mayoría de los autores están de acuerdo en afirmar que nuestros antepasados comían también vegetales, accesoriamente (hojas, tallos, brotes) y sin duda también granos silvestres ocasionalmente, legumbres estas que deben clasificarse entre los alimentos con índice glicémico muy bajo.
Parece evidente que el gasto energético cotidiano de estos hombres primitivos era importante, no sólo por el hecho de las pruebas físicas que enfrentaban, sino también debido a la precariedad de sus condiciones de vida que los exponían a todos los azares climáticos.
La pregunta que acude a nuestra mente es entonces la siguiente: ¿cómo pudieron estos cuasi «deportistas de alto nivel» garantizar tal gasto en calorías, teniendo a su disposición tan pocos glúcidos y sobre todo ninguno de esos azúcares lentos* que los nutricionistas de hoy consideran indispensables?
Al volverse progresivamente más sedentario a partir del neolítico, el ser humano vivió el primero de los grandes cambios alimenticios de su historia. El desarrollo de la ganadería le permitió seguir comiendo carne, aunque no fuera exactamente la misma; y la introducción de la agricultura produjo cereales (trigo, centeno, cebada …), luego leguminosas (lentejas, arveja…) y más adelante verduras y frutas.
Se podría pensar que al volverse sedentario el hombre primitivo había iniciado necesariamente un proceso que iba a mejorar su existencia. Sin embargo, en el campo de la alimentación, sucedió más bien lo contrario. A la inversa del cazador recolector del período mesolítico, el agricultor ganadero tuvo en realidad que reducir considerablemente la variedad de su alimentación dado que únicamente algunos animales se prestaban a la domesticación y a la cría y sólo se podían cultivar unas pocas especies vegetales. Ni siquiera es exagerado afirmar que el agricultor ganadero tuvo necesariamente que racionalizar y aun optimizar su actividad en el sentido en que lo entendemos hoy en día.
Esta verdadera revolución en el modo de vida de nuestros antepasados tuvo grandes consecuencias, ante todo sobre la salud. La monofagia que resultó de los monocultivos se manifestó como fuente importante de carencias, lo cual se tradujo en una disminución notoria de la esperanza de vida de las poblaciones en cuestión. Además, la agricultura (incluso la que se llevó a cabo en ricas tierras de aluvión bien irrigadas tales como las de Egipto y Mesopotamia) resultó mucho más difícil en términos de esfuerzo físico que la persecución y la caza de las presas del mesolítico y aún más ardua que la caza de los enormes animales del paleolítico superior.
El hombre primitivo había vivido en armonía y equilibrio con la naturaleza y cuando su alimentación natural se desplazaba debido a las migraciones de las especies o al ciclo de las estaciones, él se desplazaba junto con ella. Al volverse sedentario, se le presentaron nuevas restricciones y nuevas imposiciones. Pues al salir de ese cuasi paraíso terrestre, el agricultor-ganadero tuvo que enfrentar muchos nuevos riesgos con el fin de volverse autónomo en relación con sus fuentes de suministro alimenticio: tuvo que enfrentar los vaivenes de los caprichos climáticos y también enfrentó riesgos al nivel de la selección de las variedades y de las especies más o menos productivas y frágiles; pero también corrió riesgos en la elección de los suelos ya que no se adaptaban totalmente a los cultivos. La historia de los siete años de vacas flacas que trae la Biblia ilustra muy bien las incertidumbres de esta nueva etapa, aleatoria por naturaleza.
Por otra parte, el surgimiento de la agricultura y de la ganadería generó, tal como se diría hoy en día, una política natalista y productivista por parte de los interesados. Ante el temor de que le fuera a hacer falta, el agricultor siempre pensó en que tenía que producir más; y para lograr este resultado, necesitaba brazos suplementarios.
Sin saberlo, el labrador y sus hijos le abrieron de esta manera la puerta a un círculo vicioso, contribuyendo a un desarrollo demográfico constante, lo cual hizo que los riesgos de hambrunas y la gravedad de éstas debido a las malas cosechas fueran tanto más catastróficas.
Obviamente, este artículo no se propone contar en detalle la historia de la alimentación humana desde el hombre de las cavernas. Si quisiéramos ser exhaustivos, tendríamos que escribir demasiado y existen excelentes obras dedicadas a este tema a las cuales ustedes pueden acudir (1).
Sin embargo no podemos tratar del problema que nos preocupa –el predominio de la obesidad en nuestra civilización actual– sin mirar hacia el pasado, hacia cuáles fueron las grandes etapas en la alimentación de la humanidad durante los siglos, y sobre todo durante los milenios que nos han precedido. Se puede lamentar, en todo caso, que este enfoque se oculte demasiado frecuentemente por parte de los nutricionistas contemporáneos. Pero, para evitar dispersarnos en nuestro análisis, propongo que limitemos aquí nuestra reflexión a lo que fueron las grandes etapas del modo de alimentación de las poblaciones occidentales, las que surgieron de las civilizaciones antiguas.
Ciertamente, de un país a otro, de una región a otra, pero también de una religión a otra, las elecciones alimenticias definitivas y sucesivas que se dieron en el Neolítico, y más cerca de nosotros desde la Antigüedad, han sido extremamente variadas. Pero esta gran diversidad no es por ello menos clasificable según categorías alimenticias tomadas primordialmente bajo un ángulo nuevo, el de la potencialidad metabólica*.
Una multitud de fuentes escritas y figurativas del antiguo Egipto revelan las modalidades de su producción alimenticia y dan testimonio de que en todas las épocas los egipcios tuvieron a su disposición un amplio abanico alimenticio.
Entre los animales de cría, el cerdo ocupaba un lugar privilegiado, pero se consumía también ampliamente carne de res y de cordero. Con todo, los egipcios preferían las aves silvestres o las de cría (gansos, patos, perdices, palomas, pelícanos…). En cuanto a los cereales, eran, como se sabe, objeto de grandes cultivos en las fértiles tierras del valle del Nilo así como las verduras (cebollas, puerros, lechugas, ajo) y las leguminosas (garbanzo, lenteja…)
Con estos recursos, el régimen alimenticio de los egipcios bien se podría calificar como variado y bien equilibrado. Pero esto sería no contar en este caso con el nivel de aprovisionamiento enormemente fluctuante causado ante todo por los caprichos del Nilo.
Por otra parte, como sería la regla de ahí en adelante en las civilizaciones posteriores, el modo alimenticio de los egipcios era muy diferente, no sólo de una región a otra, sino más que todo de una clase social a otra. Los ricos y los privilegiados tenían, como iba a ser el caso en la baja Edad Media y en la época moderna, una alimentación con mucha más carne. En cuanto a los más pobres, se contentaban muy a menudo con una alimentación a base de cereales, de verduras y de leguminosas.
Según lo que podemos juzgar hoy en día a partir de los medios de investigación muy perfeccionados de los que disponemos, no parece que los egipcios hayan gozado siempre de buena salud, por lo menos en lo que se refiere a la gran mayoría de la población, a aquella precisamente que se alimentaba esencialmente de cereales (glúcidos). El análisis de numerosos papiros, así como el examen de las momias nos muestran evidencias de daños en la dentadura y que habían sufrido de arteriosclerosis, de enfermedades cardiovasculares y aun de obesidad. Su esperanza de vida era muy inferior a los treinta años. Una sala especial del Museo del Cairo está consagrada a la exposición de estatuas obesas que dan testimonio de una corpulencia muy diferente, por lo menos en algunas etnias, de lo que siempre hemos imaginado a priori a partir de la mayoría de los jeroglíficos.
En el mundo griego los cereales brindaban más del 80% del aporte energético total, pero esta elección alimenticia era menos consecuencia de una realidad geográfico-económica que el resultado de una política relacionada con una ideología muy particular. En efecto, el griego tenía la convicción de ser un hombre civilizado, contrariamente al bárbaro quien se contentaba con recolectar y cazar lo que encontraba en la naturaleza de la cual dependía. El griego tenía el sentimiento de que elaborando él mismo sus alimentos por medio de la agricultura elevaba la condición humana.
La carne era entonces un alimento despreciable para el griego, dado que provenía de actividades pasivas: para producirla bastaba con dejar animales pastando sobre tierras incultas y no trabajadas. En cuanto a la caza, esta actividad tenía una connotación servil, se la veía como el reflejo de una situación de pobreza y como la consecuencia de cierta precariedad indigna de un ser civilizado.
Las poblaciones que se dedicaban a esta labor la vivían como una obligación, como una forma de marginalización y de exclusión, en relación con el mundo de la polis que era, como se sabe, el centro del mundo helénico. Y los alimentos que simbolizaban por excelencia el estatus de ser civilizado eran el pan de trigo así como el vino, el aceite de oliva y de manera muy diferente el queso. En otros términos, todo lo que no existía en estado natural, sino que era el resultado de la intervención y de la transformación del hombre, era considerado noble: el hombre podía pretender alcanzar la civilización domesticando y transformando la naturaleza, “fabricando” su comida.
Pero, que les gustara o no a los filósofos de aquella época, la realidad cotidiana de de la Grecia Antigua no siempre iba muy de acuerdo con sus ideales, pues este modo alimenticio ideal hacía poco caso de las sopas de legumbres variadas, de las burdas papillas de cereales o de las leguminosas que componían la comida cotidiana del pueblo, lo cual no impedía que para el conjunto de la población (salvo para el soldado carnívoro de la tradición militar helénica quien obtenía su fuerza hercúlea de la carne de los animales) el consumo de carnes era marginal, casi incluso tabú puesto que se la guardaba para los sacrificios. Las ovejas se reservaban entonces principalmente para la lana y la leche de la cual se fabricaba el queso. Los bovinos eran escasos y se usaban únicamente como animales de tiro y de carga. En cambio, se consumía pescado (y aun crustáceos), aun cuando no fueran objeto de ninguna transformación.
La sofisticación del acto de pescar y la rudeza del trabajo del pescador justificaban sin duda que el pescado no se clasificara entre las comidas inciviles. O tal vez por simple realismo, había escapado a la ideología restrictiva en materia alimenticia, pues no sólo había cantidades de pescado, sino que su consumo era tradicional entre los pueblos del Mediterráneo.
De esta manera, aun cuando sea difícil generalizar, se puede considerar que el aporte proteínico en la alimentación de los griegos era más bien débil, hasta tal punto que se podría uno llegar a preguntar si esta carencia en la mayoría de la población no habría traído como consecuencia un debilitamiento de su salud. Esto explicaría tal vez mejor que haya sido precisamente en Grecia donde naciera la medicina “moderna” bajo la dirección del ineludible Hipócrates.
Para los romanos el papel de la carne es mucho más importante porque tienen la tradición “itálica” de la cría de chanchos heredada de los etruscos. Aun si no ocupa el rol primordial en su alimentación, el cerdo ocupa un lugar no desdeñable en el aporte de proteínas animales, lo cual no obsta para que el símbolo alimenticio de los romanos siga siendo el mismo que el de los griegos: el pan (de trigo), en particular para el soldado romano. Es el alimento simbólico del legionario, en efecto, aun si lo acompaña de aceitunas y cebollas, de higos y aceite. Es incluso su alimento preferido, hasta el punto que cuando le dan carne se rebela.
Esta alimentación exclusivamente vegetariana y sin embargo algo reconstituyente, hace del soldado, por otra parte, un ser « pesado » y francote cuya gordura no es una leyenda. Hay que decir que se le pide sobre todo ocupar, aguantar y mantenerse. Su fuerza (de inercia) viene de su capacidad de permanecer inmóvil bajo los golpes del enemigo. Cuando el ejército romano necesita de combatientes móviles, alertas y rápidos, acude a aliados bárbaros.
Para un campesino romano, ser legionario es un honor. Es un medio de emancipación social que le permite convertirse en ciudadano de pleno derecho y entonces, el pan de trigo, alimento noble, es el único que puede estar a la altura de este estatus prestigioso. El romano del pueblo no consume finalmente sino poco trigo. Además del cerdo, las aves, el queso y algunas veces el pescado, se alimenta abundantemente de verduras (principalmente de repollo) y de cereales burdos diversos.
El trigo es evidentemente el signo de cierto nivel de riqueza que muestra la pertenencia a una clase superior en la jerarquía censitaria. Pero el trigo no es solamente el alimento de los privilegiados. Le sirve también al poder para detener la hambruna. Paradójicamente, aunque es un alimento de ricos, la autoridad se lo distribuye a los pobres durantes los períodos de penurias.
En conclusión, se puede decir entonces que los romanos tenían una alimentación un poco mejor equilibrada que la de los griegos por el hecho de tener un aporte proteínico superior. Únicamente los legionarios tenían una alimentación claramente deficiente. De ahí a pensar que la alimentación deficiente de sus soldados no fuera ajena a la caída del Imperio Romano no hay sino un paso que algunos observadores no han vacilado en franquear.
Colonizando las regiones mediterráneas y europeas cuyos habitantes eran para ellos los bárbaros, los romanos estaban continuamente transmitiendo su ideología a las poblaciones conquistadas. Pero en lo que encontraron tal vez mayor oposición. fue en su tentativa de proselitismo alimentario.
De hecho, las dos civilizaciones se oponían totalmente en ese aspecto. Estaba por un lado la civilización de la leche y la mantequilla, y por otro la del vino y el aceite. El mito de la agricultura y de la ciudad tropezaba con fuerza contra el de los bosques y los villorrios. La oposición entre estos dos modelos alimenticios estuvo en su nivel más álgido durante los siglos III y IV cuando la relación de fuerzas se invirtió en provecho de los bárbaros.
Esto no impidió que el modelo romano, aun después de la caída del Imperio dejara huellas profundas en las poblaciones de sus antiguas colonias. Y el vector principal de esta integración fue justamente el cristianismo, pues este último era el verdadero heredero del mundo romano y de sus tradiciones cuyos símbolos alimenticios les eran comunes: el pan, el vino y el aceite. Tan pronto como se edificaron iglesias y monasterios, los hombres de la iglesia se apresuraron en efecto a sembrar trigo y a plantar vides a su alrededor.
Lo más adecuado sería hablar de simbiosis entre dos culturas, antes que de una conversión de los bárbaros a la ideología romana, pues esta integración de la ideología romana no ponía en cuestión la tradición bárbara que salió incluso reforzada de este proceso. La caza, la cría de ganado en semi-libertad, la pesca en los ríos y lagos y la recolección se vieron elevadas al rango de actividades nobles al mismo título que la agricultura en general y la siembra de viñedos. La explotación del bosque se tuvo como una práctica corriente digna de consideración en el plano social para quienes la ejercían. Mientras que los viñedos se medían en ánforas de vino, los campos en cargas de trigo y las praderas en carretas de heno, los bosques por su parte se “medían” en cerdo (cuyo ancestro es el jabalí) una unidad de valor cara a la civilización céltica y vigente todavía en el mundo germánico
Este sistema “agro-silvo-pastoral” suministraba a las poblaciones en cuestión una alimentación muy diversificada. El aporte en proteínas animales era particularmente importante: carne, aves, pescado, huevos, lácteos. Los cereales inferiores –cebada, escanda, mijo, sorgo, centeno... –, mucho más corrientes que el trigo, se acompañaban frecuentemente de leguminosas –habas, fríjoles, arvejas, garbanzos.
Las legumbres que se cultivaban en el huerto escapaban a cualquier impuesto y constituían un complemento importante a la preparación de sopas en las cuales siempre había carne. Esta complementariedad entre los recursos animales y vegetales permitió entonces asegurar una alimentación equilibrada a las poblaciones de la Alta Edad Media.
Los numerosos estudios sobres restos humanos de esta época dejan entender que los individuos se mantenían en bastante buena salud. Su desarrollo fisiológico y los índices de crecimiento se presentan normales, generalmente. La composición de sus huesos se muestra en buen estado y se notan pocas malformaciones. Los dientes estaban bastante sanos y su usura era poca. Cuando los dientes se encuentran dañados y desgastados es síntoma de una alimentación fundada esencialmente en cereales molidos groseramente.
No parece entonces que la Alta Edad Media haya conocido enfermedades de carencias o de malnutrición como van a existir en los siglos subsiguientes. Asimismo, este sistema de producción diversificada, que operaba por añadidura en el seno de una demografía estable, parece haber evitado, por su relativa seguridad, que los períodos de penuria se convirtieran en catastróficos.
Seguro que no fue Jauja, pero la Alta Edad Media no fue con toda seguridad tan sórdida y oscura como algunos nos lo han querido hacer creer. En el plano alimenticio en todo caso, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo, este período fue bastante satisfactorio, muy superior en todo caso a lo que va iba a darse posteriormente.
A partir de la mitad del siglo XI, el equilibrio que se había establecido en la producción alimenticia durante la Alta Edad Media fue progresivamente dejando de operar. El sistema agro-silvo-pastoral que había funcionado relativamente bien dada la estabilidad demográfica, comenzó a verse amenazado aunque continuó marchando en algunas regiones, especialmente en las zonas de montaña.
Bajo el impulso de una fuerte ola demográfica, a esta economía de subsistencia le costó cada vez más trabajo garantizar las necesidades alimenticias de la población. Hay que decir que además del aumento del número de bocas por alimentar, las condiciones estructurales de esta economía habían cambiado radicalmente: en efecto, con el desarrollo del comercio, una verdadera economía de mercado estaba surgiendo.
Por otra parte, los terratenientes (quienes detenían el poder político) descubrieron que podían sacar provecho de sus grandes propiedades extendiendo los cultivos en detrimento de las tierras incultas que servían a menudo como tierras de pastoreo, intensificando de esta manera el trabajo de los campesinos. Se pone entonces el acento en el cultivo de cereales, porque son fáciles de conservar y de almacenar, y también porque permiten satisfacer la demanda de los nuevos circuitos comerciales.
El paisaje agrario europeo se transforma entonces progresivamente. La roza se hace sistemática y provoca incluso la desaparición de bosques enteros. De esta manera, los cereales se convierten en el elemento principal y determinante de la alimentación campesina. Habiéndose limitado el derecho de caza y de pastoreo, la carne desaparece poco a poco de las mesas campesinas y se convierte en un privilegio de las clases superiores. Aun si la presión demográfica desciende debido a la Peste Negra del siglo XIV, lo cual permite la reaparición de la producción de carne en las granjas, la diferenciación progresiva de los regímenes alimenticios según las clases sociales se irá afirmando cada día.
Paralelamente, hay dos categorías sociales que continúan gozando de un privilegio alimentario. Primero, la aristocracia cuyos miembros son por tradición comedores de carne; pero también los habitantes de las ciudades de todas las clases sociales, quienes tienen a su disposición una gran variedad de alimentos entre los cuales la carne ocupa un puesto importante debido a una política de suministro sostenida por las autoridades las cuales temen siempre los motines en caso de penuria.
Esta oposición entre un modelo “urbano” y un modelo “rural” de consumo alimenticio aparece de modo muy nítido a fines de la Edad Media en todos los países europeos, aunque ya existía desde hacía varios siglos en Italia, en donde, bajo el impulso romano, el fenómeno urbano se había desarrollado ampliamente. El modelo “urbano” corresponde de hecho a una economía de mercado mientras que el modelo “rural” se mantiene dentro del marco de una economía de subsistencia. Entre ambos, la oposición se da incluso en términos cuantitativos y cualitativos. El pan blanco de las ciudades se opone al pan negro del campo así como la carne fresca de las ciudades (cordero principalmente) se opone a la carne salada de cerdo del campo (charcutería). La gente del campo se encontraba doblemente desfavorecida en relación con los citadinos: primero porque estaban mal alimentados (insuficiencia de aporte proteínico particularmente), pero también porque sus condiciones de trabajo eran dramáticamente penosas.
Este período está dominado por varios acontecimientos que van a contribuir todos a modificar aún más el paisaje alimenticio de las poblaciones en cuestión. Ante todo, continúa el fenómeno urbano que sigue favoreciendo la economía de mercado. Las ciudades atraen en efecto cada vez más gente, pero, sobre todo, en ausencia de progresos científicos notables capaces de aumentar los rendimientos, la reanudación de la expansión demográfica va a provocar una conmoción en todas las estructuras de producción y de abastecimiento alimentario.
La población europea está constituida por aproximadamente 90 millones de individuos en el siglo XVI. Después aumenta en más del 10% por siglo hasta alcanzar 125 millones a fines del siglo XVII. Y sobre todo la demografía da un salto formidable en el curso del siglo XVIII: en 1750 la población europea ronda los 150 millones de individuos y se acerca a los 200 millones en los primeros años del siglo XX.
Esta expansión demográfica sin precedentes se traduce entonces necesariamente en un regreso a las rozas. Y, así como en el pasado, la ampliación de las tierras destinadas a la producción de cereales se realiza en detrimento de los espacios consagrados a la ganadería, a la caza y la recolección. Y de nuevo también, esta expansión de la agricultura tuvo como consecuencia un aumento de la parte de los granos en la alimentación popular, la cual, de hecho, se volvía cada vez menos variada y cada vez más deficiente en proteínas.
El consumo de carne disminuyó entonces de manera drástica, sobre todo en las ciudades, en donde, tal como vimos, había sido apoyado en el período anterior. En Nápoles, por ejemplo, se mataron en el siglo XVI cerca de 30 000 bovinos por año para una población de cerca de 200 000 personas. Dos siglos más tarde, se mataban sólo 20 000 cuando la población era de 400 000 personas. En Berlín, el consumo de carne por habitante en el siglo XIX era doce veces inferior al que se había dado en el siglo XIV. En la región francesa de Languedoc, a fines del siglo XVI, la mayoría de las granjas no criaban ya sino un solo cerdo por año, lo que era tres veces menos que a principios del mismo siglo.
Esta degradación de la ración alimenticia de la gente del pueblo era evidentemente diferente según los países y las regiones, pero dejó huellas innegables sobre las poblaciones cuya salud se vio muy perjudicada. Según numerosas estadísticas, se afectó incluso la talla de los individuos. Durante el siglo XVIII, la altura media de los soldados reclutados por los Habsburgo parece haber retrocedido, así como la talla de los reclutas suecos. En Inglaterra, y principalmente en Londres, la disminución en la talla de los adolescentes fue notoria a fines del siglo XVIII. Y a principios del siglo XIX, la altura de los alemanes fue netamente inferior a la que habían tenido en los siglos XIV y XV.
Por otra parte, mientras más importancia tuvieron los cereales en la alimentación popular, más impacto tuvieron las crisis cerealeras debidas a las malas cosechas. Se trataba de consecuencias sobre la salud, pero también y ante todo de consecuencias sobre la tasa de mortalidad. Muchos autores citan el caso de ricos propietarios de la región de Beauce en Francia, que se refugiaban durantes las épocas de crisis entre los campesinos pobres de Sologne cuya alimentación –más arcaica y por consiguiente más variada– les había permitido resistir a las crisis. De la misma manera, los pobladores de las montañas escapaban siempre a las hambrunas en la medida en que su régimen alimenticio variado combinaba productos agrícolas y ganaderos con productos de recolección, caza y pesca. Por esto, los habitantes de las montañas, cuya alimentación no era deficiente, eran mucho más altos y fuertes que el promedio. Esta mejor salud explicaba entonces porqué eran mucho más activos y emprendedores que los otros.
Uno de los factores suplementarios de la degradación del régimen alimenticio campesino lo causó también la transformación de la propiedad rural que fue pasando progresivamente a manos de terratenientes ricos (nobles o burgueses…) En Ile de France, a mediados del siglo XVI, solo un tercio de las tierras pertenecía todavía a los campesinos. Un siglo más adelante, el número de pequeños propietarios había disminuido aun más. En Borgoña, en algunos pueblos, habían desaparecido casi todos los campesinos después de la Guerra de los Treinta Años. La desposesión campesina era tanto más fuerte y rápida cuanto tenía lugar en una región próspera y cercana a las ciudades. Esta especie de esclavización de los campesinos, junto con el aumento de las faenas obligatorias impuestas por los nobles o por el rey, agravó considerablemente sus condiciones de vida, pero permitió en cambio generar una producción importante que fue casi toda vendida y exportada a los países económicamente más avanzados.
Uno de las principales preocupaciones de los dirigentes de aquella época –al menos en Francia– fue el problema del abastecimiento. Aunque se lo dejó durante mucho tiempo a cargo de las municipalidades, el poder central se siguió preocupando por el riesgo de revueltas populares en el caso de que el pan viniera a faltar. Por esto, el rey decidió almacenar grano para enfrentar posibles penurias. Pero esta política de regulación se interpretó demasiado a menudo como una tentativa de monopolio para hacer aumentar los precios del trigo.
A fines del siglo XVII, las autoridades fueron cada vez más conscientes de que el problema del pan (es decir, el mocultivo del trigo) se hacía cada vez más explosivo. Buscaron entonces desesperadamente alimentos de substitución. Parmentier propuso la papa (o patata) pero como se la conocía desde su descubrimiento en el siglo XVI como “alimento para cerdos” tuvo poco éxito. Habría que esperar hasta mediados del siglo XIX para que se impusiera como alimento de pleno derecho. Otras diversificaciones tuvieron menos éxito. En Italia y en el sudoeste de Francia se reemplazaron las tortas y las mazamorras de cebada y de millo por tortas de polenta de maíz. El inconveniente fue que hubo que enfrentar posteriormente varias epidemias de pelagra provocadas por la carencia de vitamina PP en el maíz. Estas se pueden producir cuando este cereal se consume como alimento básico. Gran número de otros alimentos nuevos fueron también traídos a Europa desde el Nuevo Mundo: tomates, frijoles mejicanos, pavos, etc., pero su introducción fue muy lenta y progresiva en la agricultura y no cambió verdaderamente el paisaje alimenticio.
Además de la emergencia de la patata, la cual en ciertos países como Irlanda se va a convertir en la base de la alimentación popular con riesgos idénticos a los que presentaba el trigo en caso de penuria, otros dos fenómenos alimenticios que tienen lugar en el siglo XIX merecen ser subrayados dado su futuro impacto sobre la salud de nuestros contemporáneos.
El primero fue la introducción progresiva del azúcar en la alimentación del conjunto de la población. El azúcar no era un alimento nuevo, pero mientras se la produjo únicamente a partir de la caña de azúcar se mantuvo como un ingrediente muy marginal, puesto que resultaba extremamente cara. En Francia, por ejemplo, el consumo anual de azúcar por cabeza a comienzos del siglo XIX era de 800 gramos. Pero debido al descubrimiento del proceso de extracción del azúcar de remolacha en 1812, el precio del azúcar sufrió una baja constante y se convirtió progresivamente en alimento de gran consumo: 8 kilos anuales por persona en 1880, 17 kilos en 1900, 30 en 1930 y cerca de 40 en 1960. Los franceses, sin embargo, siguen siendo los menores consumidores de azúcar en el mundo occidental.
El segundo fenómeno fue el descubrimiento en 1870 del molino cilíndrico el cual permitirá poner a disposición de la población verdadera harina blanca a precio asequible para todo mundo. En efecto, desde la época de los egipcios, los hombres habían querido refinar la molienda del trigo afín de obtener harina blanca. Pero el procedimiento se llevaba a cabo de manera muy burda, dado que simplemente se pasaba la molienda sobre un cedazo y esta operación tenía sobre todo como efecto desembarazarse de una parte del salvado es decir de la cáscara del grano del trigo. El pan blanco de nuestros ancestros no era entonces sino lo que se llama hoy pan bazo, es decir pan semi-integral. Pero como esta operación de tamizar la molienda era larga y costosa (se hacía a mano), esto explica que el pan blanco fuera un lujo que sólo podían pagarse los privilegiados.
La llegada del molino cilíndrico a fines del siglo XIX y su generalización a comienzos del siglo XX iba entonces a cambiar radicalmente la naturaleza de la harina. Esta resultó dramáticamente empobrecida en el plano nutricional y quedó constituida casi exclusivamente de almidón. Las valiosas proteínas y las fibras, los ácidos grasos esenciales así como las otras vitaminas B quedaron casi completamente descartados en el curso de la operación de refinamiento.
Que la harina se convirtiera súbitamente en un alimento desvalorizado nutricionalmente no constituía verdaderamente un problema mayor para la salud de los ricos puesto que estos privilegiados tenían una alimentación variada y equilibrada por otro lado. Pero para las clases sociales desfavorecidas, para quienes el pan seguía constituyendo la base de la alimentación, el consumo de este alimento ahora desprovisto de su valor alimenticio iba solamente a acentuar las carencias de un modo alimentario que ya se encontraba bastante desequilibrado.
Pero, además de su pobreza nutricional, el azúcar y la harina blanca comparten con la patata el triste privilegio de producir efectos perversos sobre el metabolismo (hiperglicemia e hiperinsulinismo) los cuales, como sabemos, son factores de riesgo mayores en la obesidad, la diabetes y las enfermedades cardiovasculares.
La época contemporánea que empieza en los primeros años del siglo XX y llega hasta nuestros días se caracteriza por cierto número de acontecimientos importantes, los cuales, en diverso grado tendrán una incidencia importante sobre la evolución del modo alimentario. Ante todo, tenemos la revolución industrial que trae como consecuencia el éxodo rural y la formidable expansión de la urbanización. Pero está también el triunfo de la economía de mercado sobre la economía de subsistencia así como el descomunal desarrollo de los transportes y del comercio internacional.
La industrialización en la alimentación se vuelve considerable y la elaboración de los productos comestibles tradicionales (harinas, aceites, mermeladas, mantequillas, quesos…), antes artesanal, se realiza ahora en fábricas importantes, incluso gigantescas. Asimismo, el descubrimiento de procedimientos de conservación como la esterilización al calor en una burbuja (apertización) y posteriormente el ultracongelado permiten acondicionar un gran número de alimentos frescos en forma de conservas o de ultracongelados (frutas, legumbres, carnes, pescado…)
La evolución de las costumbres y de la sociedad que se caracteriza ahora por la degradación de la función del ama de casa y la emancipación femenina, favorece el desarrollo de la industria del “prêt-à-porter alimenticio “ (platos preparados, restauración colectiva…).
El desarrollo de los transportes y del comercio mundial permite no solamente generalizar el consumo de productos exóticos (naranja, toronja, bananos, maní, cacao, café, etc.) sino también conseguir en todas las estaciones los productos que sólo se conseguían antes en ciertas temporadas: fresas y frambuesas en Navidad, manzanas y uvas en primavera, por ejemplo.
Pero el fenómeno más característico de este período se manifiesta sobre todo en estos cincuenta últimos años de manera exponencial. Se trata de la mundialización de un modo alimenticio desestructurado de tipo norteamericano en el cual el fast food (restauración rápida) es una de las mayores realizaciones. Gracias a Dios, la mayoría de los países conservan todavía cierto apego cultural a sus hábitos alimenticios tradicionales, como en el caso de los países latinos en los cuales la tradición en este campo resiste algo todavía. Asistimos incluso en estos países a una especie de renovación al culto de las tradiciones culinarias y gastronómicas. Pero estas resistencias localizadas no serán suficientes para ralentizar la estandarización mundial ineluctable (globalización) del modo alimenticio que contamina insidiosamente todas las culturas.
Ahora bien, sabemos que en todos los lugares del mundo en donde se desarrolla este modo alimenticio, arrastra consigo, como fue el caso en Estados Unidos su país de origen, un aumento fenomenal de la obesidad, de la diabetes y de las enfermedades cardiovasculares, tres de las mayores plagas metabólicas que la humanidad debe enfrentar ahora. Por esto, la Organización Mundial de la Salud (OMS) denuncia con firmeza esta situación desde 1997 designándola como una verdadera pandemia.
* La potencialidad metabólica de un alimento es su valor cualitativo en el plano nutricional. La dietética tradicional, por ejemplo, se contentaba con hablar de grasas o de glúcidos en general. Ahora bien, actualmente se sabe que hay que hacer distinciones al interior de cada categoría pues hay grasas que tienen potencialidades negativas en el plano cardiovascular (hacen aumentar el colesterol, por ejemplo) mientras que otras tienen potencialidades positivas como el aceite de oliva que disminuye los factores de riesgos cardiovasculares. Asimismo, ahora es imperativo distinguir los glúcidos según su índice glicémico (IG). Si l el G de un alimento es elevado (azúcar, papas, harina refinada...), su potencial metabólico es negativo puesto que constituye un factor de riesgo importante para el aumento de peso o para el eventual desarrollo de una diabetes.
(1)" Histoire de l’alimentation", J.L. Flandrin y M. Montanari, ediciones Fayard